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¿No les ha pasado que cuando menos se lo esperan aparecen ciudadanos con malas formas, poco genio, muchas exigencias y demasiadas ansias de poder? Pues a mi se me aparecieron hace poco
Por un error de cálculo, abundante buena fe, y bastante sueño acepté participar en lo que se suponía era un ejercicio político de ciudadanía, participación, control social y transparencia. Este ingenuo, y no por eso, absurdo e imperdonable error me llevó a perder impunemente el sagrado domingo (día de ocio necesario) y mi confianza en ciertas instancias de la revolución ciudadana.
La razón: quienes organizaban esta supuesta práctica democrática tenían una enorme confusión entre aprendizaje y desorganización. Ellos, pobrecitos, creían que por ser la primera vez que se realizaba el encuentro, el caos y la improvisación, a más de necesarios, eran normales. Creyeron que con esa disculpa, los asistentes no nos daríamos cuenta de sus intenciones y sus amarres.
Como siempre, la culpa de su corrupción e ineficiencia como organizadores fue de los otros que no entendieron su buena intención. (Me duele reconocerlo, pero en plena época de cambio y revolución ciudadana, las viejas prácticas políticas no se han desterrado. Al contrario, siguen vigentes y con mucha vida.)
Cinco horas después de”lo mismo de siempre”, otros asistentes y yo decidimos no seguirles el juego a los organizadores y ponerle punto final a ese remedo de democracia. No tengo que contarles que sus “buenas intenciones” se fueron por el piso. No consiguieron lo que se proponían.
Pero, claro, como nuestro deber patriótico, ciudadano, y de gente nueva (en política me refiero) nos obligaba a componer lo que nació descompuesto, nos fijamos un plazo para volver a reunirnos y terminar el evento que quedó inconcluso. La única condición era que esta vez, los pobrecitos bien intencionados se mantuvieran al margen. Así lo hicimos y nos despedimos. Hasta aquí el domingo.
Afuera se está a salvo de aquellos que creen que por estar sentados en el poder, tienen la libertad de jugar con la esperanza de la gente
A finales de semana recibo una llamada a mi celular. Una voz masculina me exige retirar de N lugar una acreditación que me permita entrar a la sesión que quedó pendiente. Pregunto el por qué de la intempestiva reunión pues el plazo determinado no se cumplía aún. Recibo como respuesta la misma orden.
Con mucha paciencia, regreso de mi viaje y acudo a ese sitio el viernes en la mañana. Algunas nefastas sorpresas:
La primera, quien había llamado formaba parte del equipo de organizadores del evento del domingo. La segunda, exceso de las mismas buenas intenciones. La tercera, la culpa seguía siendo de los otros y el mérito por haber defendido la transparencia de la asamblea del domingo era de ellos. La cuarta, no tenía derecho a retirar mi credencial porque se me ocurrió incumplir la orden. ¿Qué tal?
Cansada de los mismos discursos, del malgenio, las malas formas y las muchas exigencias decidí enmendar mis errores. No va más. Las ganas de ser parte del cambio se acabaron. Me desperté y puse a funcionar mis matemáticas.
Sí, se que algunos dirán que nada se cambia desde afuera, pero yo insisto en que afuera se está a salvo de aquellos que creen que por estar sentados en el poder, tienen la libertad de jugar con la esperanza de la gente. De aquellos que creen que por ser poder, pueden exigir, demandar, imponer su tiempo y su criterio a miles de ciudadanos libres. De aquellos que piensan que por tener una credencial del gobierno de turno, pueden saltarse las reglas básicas de la democracia y convertir cualquier artimaña en ejercicio de ciudadanía. De aquellos que, simplemente, se dieron cuenta que en este país, ser político es la carrera más lucrativa. ¿Qué tal? Me enmendé.