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La ratificación de la inocencia de Martín Pallares confirma también nuestra inocencia, la de una sociedad diversa que se cansó de ser insultada en nombre de la ideología única que quiso imponer el correismo
Rafael Correa ahora deberá ganar sus juicios con abogados, pruebas y argumentos reales. Ya no ganará con sabatinas, con amenazas a los jueces, ni con presiones políticas. La confirmación de la inocencia de Martín Pallares, el periodista encausado por el expresidente, muestra un nuevo momento para las libertades de expresión y para la administración de justicia.
Pallares personifica una lucha colectiva. Como él, todos somos inocentes. Todos.
La inocencia es la ausencia de culpa y esta es la responsabilidad que se genera de una determinada acción como consecuencia de una conducta. Frente a la justicia, la responsabilidad de ese acto la define un juez independiente. No la imponen por la fuerza los gobernantes en sus mítines, en sus medios de comunicación o a través de sus aparatos de control disciplinario a los jueces o de policía política.
Los jueces dependientes al correísmo no son jueces probos. Sus sentencias son espurias y no deberían ser obligatorias porque la ley injusta no es ley sino violencia, como afirmó Tomás de Aquino.
Correa, el correísmo y su revolución ciudadana, durante la pasada década, consiguieron imponer sentencias injustas a través de jueces obedientes que persiguieron a cualquier voz que sonara estridente para el régimen.
La inocencia, que es un principio universal del debido proceso, fue sistemáticamente violado durante toda la década correista para ensuciar la reputación de cualquier crítico al gobierno. Era culpable cada adversario que intente levantar su mirada con suspicacia a los dueños del poder. Pequeños y grandes objetores del correísmo, fueron agredidos en las sabatinas por un desbocado mandatario y sin ninguna consecuencia, fueron calumniados en las redes sociales por su ejército de acosadores digitales y hasta en otros casos fueron abiertos expedientes administrativos para conseguir sus despidos o el cierre de sus empresas.
Hubo campañas en cuentas de Facebook para exigir el despido de los funcionarios públicos que comentan el execrable delito de discrepar con los ocasionales detentadores del poder. Nadie tenía derecho a pensar diferente. Todos eran culpables. Todos éramos culpables, hasta que demostremos nuestra inocencia. Fuimos culpables por el delito de disentir frente a un gobierno que intentó por todos los medios imponer el pensamiento único.
Pallares personifica una lucha colectiva. Como él, todos somos inocentes. Todos
Nadie podía estudiar en una Universidad que reciba fondos públicos, ganar una beca académica, merecer un contrato de obra civil u ocupar una función en el Estado sin ser obligado a enfilarse con la ideología dominante, a declarar la fidelidad absoluta al proyecto político y a negar toda forma de autonomía individual. Nadie podía ser libre, porque de serlo era acusado de traidor, malagradecido o golpista. El correismo buscó no solo convertir a cada ciudadano en un cliente, sino en un cliente agradecido y en nuevo militante de su revolución.
Hasta la comunicación sufrió la terrible invasión de esta ideología totalitaria. La embestida empezó con la educación, avanzó con la política de obras públicas y llegó hasta la administración de la justicia en todos los niveles. En cada lugar donde se diga “fuero interno” el correismo quiso sustituir por su obsesión con el “servicio público”. Entonces los medios de comunicación debían dejar de informar al ciudadano y convertirse en cajas de resonancia del poder de turno cuyos detentadores decidían qué es el interés público y cómo se expresa ese interés en un servicio público.
Por suerte hubo periodistas, medios de comunicación, activistas por los derechos y actores políticos que se opusieron, desde sus distintas profesiones, a esta gigantesca aberración en nombre de toda una sociedad espiada con desconfianza y catalogada como culpable por el delito de criticar al oprobio totalitario.
Hubo un Martin Pallares que se enfrentó a este monstruo alimentado de egolatría que terminó siendo un patético tigre de papel. Hubo un Martín Pallares y cientos de periodistas como él que no están dispuestos a vender su conciencia por un plato de lentejas, a diferencia, por supuesto, de otros que pasaran a la historia como los clientes del correismo.
Ojalá esto traiga una avalancha de demandas por injurias en contra de todos estos poderosos que hoy se quedaron sin nada en un nuevo gobierno que ha ofrecido traer paz.
La ratificación de la inocencia de Pallares confirma también nuestra inocencia, la de una sociedad diversa que se cansó de ser insultada en nombre de la ideología única que quiso imponer el correismo.